Peces…peces y más peces..
Por Héctor Juárez
Todo comenzó cuando mi
cuñado se enteró a través de Facebook de la existencia de algo llamado “Fishville”,
juego en línea simulador de una pecera, que a través del tiempo invertido en
incontables dosis de ocio en la red, te permite embellecerla con peces y
adornos. Pues bien, después de pelear contra su voluntad, cedió a sus bajas
pasiones y materializó su sueño, encontrando así su segundo y nuevo gran vicio,
digo segundo pues el primero es ser un ferviente seguidor del equipo de fútbol,
portavoz de los maestros de la cuchara, o sea el Cruz Azul.
La historia de los
peces inició con la compra de uno de esos recipientes de 20 litros el cual
alberga a estas adorables y exigentes mascotas, sin el permiso de mi hermana,
pero bueno, en ocasiones resulta conveniente echar mano del afamado refrán que asegura
“Ser más fácil pedir perdón que pedir permiso”. Al final, la novedad acabó
envolviendo también a ella, facilitándole las cosas a mí cuñado los siguientes
meses, pues evitó las incansables quejas por el desorden ocasionado. Y todo iba
bien hasta que su incesante investigación diaria en la red, resultado de su
exceso de trabajo, llevaran a mi cuñado a descubrir la existencia de una sinfín
de peceras de mayor tamaño.
A medida que su
interés aumentaba, el siguiente paso fue más sencillo, pues consiguió ir
contagiando poco a poco a toda la familia en el mundo de la pecerología, descubriendo la existencia
de mercados especializados en la materia, donde uno puede alegremente caminar
apretujado, como cualquier mañana en el metro, entre olores no muy agradables y
un excesivo calor, mientras a su alrededor se descubre la variedad de colores,
tamaños y precios. Pues bien, fue en alguna de estas excursiones donde mi señor
padre quedó maravillado y salió de ahí con un pez beta, el bien portado y hoy
difunto “Michael”.
Hasta ese momento me
creía inmune a la enfermedad, pero entonces pasó, mi cuñado cambió de pecera,
ahora tenía una de 40 litros, la cual, para ser honestos, lograba enamorarte a
primera vista, pues era una especie de lámpara viviente llena de pequeñas
criaturas revoloteando en su interior, de ahí el apodo de “Guajolotitos” con el
cual mi hermana se refiere a sus peces. Por cierto, el nuevo juguete requirió
más espacio, un nuevo mueble, más equipo y claro, ahora mi familia ya no sólo
era cruzazulina, también amenazaba con convertirse en mecenas de la crianza de
“Guajolotitos”.
Y como buen hijo y
hermano, un domingo fui arrastrado por la curiosidad al famoso mercado y empezó
mi mecenazgo, pues para cuando terminó la excusión, ya teníamos una nueva
pecera, ahora de 80 litros, dos bases de madera y un montón de equipo para su
mantenimiento. Yo heredaría la de 40 litros y mi cuñado tendría el doble de
espacio para sus alevines, peces bebes, y a decir verdad, estas mascotas no
hacen mucho honor a su apodo, pues más que aves de granja, parecen conejos por
su “ligereza” para reproducirse.
Por cierto, no tuve
necesidad de adquirir peces; con la pecera vinieron alrededor de 40 especímenes
a mi casa, a quienes cuidé con gran ahínco hasta ese terrible día, cuando llegaron
a mi recién inaugurada guardería para alevines, un nuevo grupo de refugiados acuáticos
que huían del canibalismo de los más grandes de su especie que habitaban en la
pecera de mi hermana. Sin embargo, nuestra labor salvadora se vio empeñada por
el desconocimiento de la gran cantidad de enfermedades en los peces y junto con
los nuevos inquilinos llegó un virus que en tres días acabó con todos y logró hacerme
sentir el más irresponsable de los padres, confirmando mi teoría de no haber
nacido para tener un hijo.
Pese a nuestra gran
pérdida, no decayó el ánimo y el fin de semana siguiente, después de limpiar a
conciencia el contenedor de la muerte, regresé al mercado pero ahora por especímenes
más grandes, pues me negué por completo a volver a intentar criar otros “Guajolotitos”.
Esta vez escogí peces japoneses, si, esos de televisión, los dorados que viven
en una pecera redonda con un lindo castillo, sin saber lo laborioso y exigente
que resulta su cuidado, pues ameritan algo así como 40 litros para cada uno. Para
cuando lo supe ya era tarde, pues había comprado 15 de ellos. Y por cierto,
también son xenofóbicos, pues no pueden convivir con otra especie, información
valiosa si el vendedor no la hubiera omitido y habría evitado otras muertes,
pero bueno, a mi favor debo decir que estaba aprendiendo y en esa ocasión fui
precavido, pues les puse todo lo que me indicaron en otro de los locales del
mercado: sal marina para el estrés, gotas de azul y verde malaquita por si se
enfermaban, cultivo de bacterias, para madurar el agua y hasta comida especial,
aunque dicho coctel también me provoca bajas en mis peces. Pero insisto, fue
aprendizaje.
Y así, cuidando
peces y sufriendo perdidas, llegamos a este fin de semana; la ansiedad de mi
cuñado nos llevó a volver a rotar las peceras; si, ahora adquirió una de 200
litros, yo heredé la de 80 y mi hermano la de 40 y mientras escribo estas
líneas, contemplo la nueva casa de mis nueve sobrevivientes japoneses, todos
naranjas y veo al recién llegado, un japonés negro, pues así lo pide el feng
shui, y me pregunto si la próxima vez que me llame mi cuñado para platicarme de
un nuevo plan para cambiar peceras, me atreveré por fin a decir no, o tal vez
me suceda como con el futbol, pues después de años de jurar no gustarme, ahora
no sólo voy al estadio, también tengo mi playera azul y sigo esperando a que “Seamos campeones”.
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