lunes, 27 de agosto de 2012

Peces…peces y más peces..


Peces…peces y más peces..

Por Héctor Juárez

 
Todo comenzó cuando mi cuñado se enteró a través de Facebook de la existencia de algo llamado “Fishville”, juego en línea simulador de una pecera, que a través del tiempo invertido en incontables dosis de ocio en la red, te permite embellecerla con peces y adornos. Pues bien, después de pelear contra su voluntad, cedió a sus bajas pasiones y materializó su sueño, encontrando así su segundo y nuevo gran vicio, digo segundo pues el primero es ser un ferviente seguidor del equipo de fútbol, portavoz de los maestros de la cuchara, o sea el Cruz Azul.
 
La historia de los peces inició con la compra de uno de esos recipientes de 20 litros el cual alberga a estas adorables y exigentes mascotas, sin el permiso de mi hermana, pero bueno, en ocasiones resulta conveniente echar mano del afamado refrán que asegura “Ser más fácil pedir perdón que pedir permiso”. Al final, la novedad acabó envolviendo también a ella, facilitándole las cosas a mí cuñado los siguientes meses, pues evitó las incansables quejas por el desorden ocasionado. Y todo iba bien hasta que su incesante investigación diaria en la red, resultado de su exceso de trabajo, llevaran a mi cuñado a descubrir la existencia de una sinfín de peceras de mayor tamaño.
 
A medida que su interés aumentaba, el siguiente paso fue más sencillo, pues consiguió ir contagiando poco a poco a toda la familia en el mundo de la pecerología, descubriendo la existencia de mercados especializados en la materia, donde uno puede alegremente caminar apretujado, como cualquier mañana en el metro, entre olores no muy agradables y un excesivo calor, mientras a su alrededor se descubre la variedad de colores, tamaños y precios. Pues bien, fue en alguna de estas excursiones donde mi señor padre quedó maravillado y salió de ahí con un pez beta, el bien portado y hoy difunto “Michael”.

Hasta ese momento me creía inmune a la enfermedad, pero entonces pasó, mi cuñado cambió de pecera, ahora tenía una de 40 litros, la cual, para ser honestos, lograba enamorarte a primera vista, pues era una especie de lámpara viviente llena de pequeñas criaturas revoloteando en su interior, de ahí el apodo de “Guajolotitos” con el cual mi hermana se refiere a sus peces. Por cierto, el nuevo juguete requirió más espacio, un nuevo mueble, más equipo y claro, ahora mi familia ya no sólo era cruzazulina, también amenazaba con convertirse en mecenas de la crianza de “Guajolotitos”.

Y como buen hijo y hermano, un domingo fui arrastrado por la curiosidad al famoso mercado y empezó mi mecenazgo, pues para cuando terminó la excusión, ya teníamos una nueva pecera, ahora de 80 litros, dos bases de madera y un montón de equipo para su mantenimiento. Yo heredaría la de 40 litros y mi cuñado tendría el doble de espacio para sus alevines, peces bebes, y a decir verdad, estas mascotas no hacen mucho honor a su apodo, pues más que aves de granja, parecen conejos por su “ligereza” para reproducirse.

Por cierto, no tuve necesidad de adquirir peces; con la pecera vinieron alrededor de 40 especímenes a mi casa, a quienes cuidé con gran ahínco hasta ese terrible día, cuando llegaron a mi recién inaugurada guardería para alevines, un nuevo grupo de refugiados acuáticos que huían del canibalismo de los más grandes de su especie que habitaban en la pecera de mi hermana. Sin embargo, nuestra labor salvadora se vio empeñada por el desconocimiento de la gran cantidad de enfermedades en los peces y junto con los nuevos inquilinos llegó un virus que en tres días acabó con todos y logró hacerme sentir el más irresponsable de los padres, confirmando mi teoría de no haber nacido para tener un hijo.

Pese a nuestra gran pérdida, no decayó el ánimo y el fin de semana siguiente, después de limpiar a conciencia el contenedor de la muerte, regresé al mercado pero ahora por especímenes más grandes, pues me negué por completo a volver a intentar criar otros “Guajolotitos”. Esta vez escogí peces japoneses, si, esos de televisión, los dorados que viven en una pecera redonda con un lindo castillo, sin saber lo laborioso y exigente que resulta su cuidado, pues ameritan algo así como 40 litros para cada uno. Para cuando lo supe ya era tarde, pues había comprado 15 de ellos. Y por cierto, también son xenofóbicos, pues no pueden convivir con otra especie, información valiosa si el vendedor no la hubiera omitido y habría evitado otras muertes, pero bueno, a mi favor debo decir que estaba aprendiendo y en esa ocasión fui precavido, pues les puse todo lo que me indicaron en otro de los locales del mercado: sal marina para el estrés, gotas de azul y verde malaquita por si se enfermaban, cultivo de bacterias, para madurar el agua y hasta comida especial, aunque dicho coctel también me provoca bajas en mis peces. Pero insisto, fue aprendizaje.

Y así, cuidando peces y sufriendo perdidas, llegamos a este fin de semana; la ansiedad de mi cuñado nos llevó a volver a rotar las peceras; si, ahora adquirió una de 200 litros, yo heredé la de 80 y mi hermano la de 40 y mientras escribo estas líneas, contemplo la nueva casa de mis nueve sobrevivientes japoneses, todos naranjas y veo al recién llegado, un japonés negro, pues así lo pide el feng shui, y me pregunto si la próxima vez que me llame mi cuñado para platicarme de un nuevo plan para cambiar peceras, me atreveré por fin a decir no, o tal vez me suceda como con el futbol, pues después de años de jurar no gustarme, ahora no sólo voy al estadio, también tengo mi playera azul y sigo esperando a que “Seamos campeones”.

 

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