martes, 25 de septiembre de 2012

Crónica de un viaje parisino


Crónica de un viaje parisino
Por Héctor Juárez

La primera vez que tomé un avión fue para ir a Europa, ¡vaya manera de estrenarme en el uso de ese medio de trasporte! Once horas de vuelo, hasta la capital francesa. En la sala de abordaje me despide mi mamá con mi hermano pequeño, quien llora pues cree que no regresaré; mientras mi madre me despide muy contenta, pues sabe que es un logro enorme para mí. Estoy nervioso, no tengo experiencia, pero voy bien acompañado, Oscar va conmigo y eso me hace sentir seguro, para él este es su tercer viaje al Viejo Continente, para mi será el primero al extranjero y con el que debo probarme que la enorme inversión en el IFAL valió la pena. Durante el vuelo conozco a Ximena, una pequeña que va a estudiar a Suiza y que entre su ocurrente e interminable plática vuelve muy llevadera la travesía.

Me quedo dormido un buen rato a pesar de mi ansiedad y despierto para ver en la pantalla del asiento que el avión ya vuela encima de mi destino, lo cual logra ponerme muy nervioso hasta que finalmente aterrizamos. Al bajar del avión, se percibe un olor distinto, no huele como mi ciudad. Paso a migración y veo el primer sello de mi pasaporte -una banderita con estrellas que distingue a la Unión Europea- Ya casi estoy convencido de haberlo logrado. Recojo mi equipaje y salgo de allí para buscar un baño, pues tanto nervio tuvo consecuencias. Al pasar la crisis, tengo sed, así que me indica mi buen guía que hay bebederos públicos y pruebo uno sin éxito, no tolero el sabor del agua y ese pecado me va a costar muchos euros el resto del viaje. Después de comprar la botella de agua más cara en mi vida, salimos rumbo al centro de la ciudad.

Para llegar al hotel fue necesario tomar una parte de lo que parece ser el periférico de Paris. Como toda ciudad importante, tiene sus zonas conurbadas de una belleza diferente a sus barrios turísticos. En el autobús, la guía española nos pide ver por la ventana y que admiremos la Torre, el mayor símbolo de esta ciudad. Al verla me palpita el corazón, lo conseguí. Si bien fue necesario privarme de muchas cosas mientras estudiaba y soñar como debió ser para mis amigos la experiencia de las prácticas profesionales al extranjero a las cuales no asistí, ahora sé que valió la pena la espera. Al llegar al hotel, viene el proceso de check in y un par de horas después ya ha caído la noche y nos espera el primer tour por la Ciudad de las Luces.

Olvidé mencionar que durante el camino de llegada observé por mi ventana la terminal del ferrocarril, llena de contenedores y grúas. Sí, reconozco que no es el sitio que todo turista quiera admirar, pero mi espíritu de licenciado en negocios internacionales aflora y me hace disfrutar enormemente de este paisaje y además mis manos no dejan de hacer “click” al obturador de la cámara y obtengo un sinfín de imágenes de ese particular sitio.

Mientras nos acercamos al corazón de la ciudad, observo en ambos lados de las ventanas del autobús luces marrones, sé bien que así será pues es ley en ese lugar mantener ese tenue color para guardar la uniformidad del sitio. El primer lugar en donde nos permiten bajar del autobús es la Plaza de Trocadero, desde donde admiro la famosa Torre Eiffel disfrazada de árbol de navidad, pues prenden y apagan miles de focos en ella. Mi emoción me traiciona en ese instante y se asoma mi ojito Remí y quedo sin habla, mientras veo a un montón de vendedores de llaveros con la figura de la famosa torre.

Después de la vista de Trocadero, continúa el paseo nocturno y llegamos a nuestra siguiente parada: el Museo de Louvre, en él están algunas de las obras que sueño con ver en vivo: La Encajera de Veermer, la Venus de Milo, la Victoria de Samotracia y sobre todo es el lugar donde encontraré el Código de Hammurabi, pieza de una belleza un tanto extraña, pues su encanto está en saber que alberga las primeras leyes del mundo moderno, solo valorada por un auditor, es una pequeña maravilla.

A la mañana siguiente, después de sufrir en el desayuno al tener que compartir mesa con un oriental, dadas sus horripilantes maneras de comer, masticando de forma insaciable una manzana para después escupir todo el bagazo en su plato, logrando provocarme unas terribles ganas de vomitar y consigue que desaparezca mi apetito casi por completo; nos embarcamos en la aventura de recorrer Paris a pie. Lo primero es llegar al metro, tenemos cerca la estación Gallieni, hay un centro comercial y una estación de autobuses que atienden operadores negros a quienes por más que intenta, Oscar no logra entenderles, así que me toca desquitar mis cursos en el IFAL, y poner a prueba mis conocimientos. Confío en que el acento francés de mis profesores ayude a lograr mi cometido y confirmo entonces que valió la pena lo invertido; logro comunicarme sin problemas con ellos, me indican como llegar al metro y averiguo todo lo necesario para acercarme a los pies de la Eiffel, a la cual llegaremos unos minutos después.

Es inmensa, es increíble saberme con la suerte de estar ahí, sólo puedo tomar mi cámara de video y grabarme diciendo: ¡Ya llegué! No es un sueño, es una realidad, estoy en Paris y en un momento más admiraré esta ciudad desde su más fiel estandarte. Hasta ese momento vivo mi romance con la Ciudad Luz cuando de pronto me pasa la factura que paga todo aquel que decide aventurarse a conocerla, horas de filas de personas formadas para poder alcanzar un lugar en el ascensor que te lleva hasta lo más alto del monumento. No importa, estoy aquí, mi esfuerzo es bien correspondido. Después de mucho rato de esperar, subimos, para ese momento Oscar ha debido soportar mis incontables quejas por el hambre que tengo, no soy bueno para olvidarme de mi mal hábito de comer tres veces al día.

Al llegar a la cima, me encuentro un sinfín de banderas en paneles que indican la distancia de ese punto hasta tal o cual país. Y a lo lejos descubro la famosa iglesia en el barrio de Montmatre, es imprescindible ir. Una de mis escenas favoritas de la película “Amélie” se desarrolla en este sitio. Quiero averiguar si en verdad existe el carrusel de ese filme. Bajo de la torre teniendo la completa certeza de que Paris es una enorme maqueta. Regresamos al metro hasta llegar cerca del famoso barrio. A decir verdad no me interesa mucho la cuestión religiosa, es más mi emoción por subir las escaleras, las mismas que recorrió Amelie. Al llegar, lo confirmo, el carrusel existe, ¡ahí está! Para cuando termina mi visita, comienza la lluvia, es hora de padecer el metro de París en hora pico, con parisinos mojados y con ese olor característico que tienen, simplemente insufrible para mí.

Para la noche es momento de conocer la famosa Campos Elíseos, hermosa calle llena de comercios y restaurantes. Con esta caminata logro reconocer la magia de este lugar, gente de todo tipo, de todos lados, es una convergencia de culturas, mujeres con burkas caminando detrás de su esposos, judíos ortodoxos se revelan por su particular manera de vestir, turistas delatados por sus cámaras, hordas de orientales sonriendo, gente de países eslavos pidiendo limosna. En mi caminata descubro una tiendita de frutas y es tanta mi hambre que me gasto ocho euros en una manzana y un pequeño racimo de uvas. No me importa el costo, necesito alimentarme e insisto, nunca seré bueno para olvidar la comida en un viaje. Después de caminar hasta el final de esta increíble avenida, dejando atrás su glamour, sólo encontramos un kiosco donde compramos la versión francesa de un hot dog, una enorme salchicha en una dura baguette. No entiendo qué paso que acabé cenando esto en la capital francesa, pero soy incapaz de pensar en regresar mis pasos pues estoy molido y casi llorando me dispongo a cenar en una banca cercana.

Mi único consuelo es que aún me quedan días para regresar y corregir mi error culinario, pero como dice el comercial, esa es otra historia.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario