Crónica de un viaje parisino
Por Héctor Juárez
La primera vez que
tomé un avión fue para ir a Europa, ¡vaya manera de estrenarme en el uso de ese
medio de trasporte! Once horas de vuelo, hasta la capital francesa. En la sala
de abordaje me despide mi mamá con mi hermano pequeño, quien llora pues cree
que no regresaré; mientras mi madre me despide muy contenta, pues sabe que es
un logro enorme para mí. Estoy nervioso, no tengo experiencia, pero voy bien
acompañado, Oscar va conmigo y eso me hace sentir seguro, para él este es su
tercer viaje al Viejo Continente, para mi será el primero al extranjero y con
el que debo probarme que la enorme inversión en el IFAL valió la pena. Durante
el vuelo conozco a Ximena, una pequeña que va a estudiar a Suiza y que entre su
ocurrente e interminable plática vuelve muy llevadera la travesía.
Me quedo dormido un
buen rato a pesar de mi ansiedad y despierto para ver en la pantalla del
asiento que el avión ya vuela encima de mi destino, lo cual logra ponerme muy
nervioso hasta que finalmente aterrizamos. Al bajar del avión, se percibe un
olor distinto, no huele como mi ciudad. Paso a migración y veo el primer sello
de mi pasaporte -una banderita con estrellas que distingue a la Unión Europea- Ya
casi estoy convencido de haberlo logrado. Recojo mi equipaje y salgo de allí
para buscar un baño, pues tanto nervio tuvo consecuencias. Al pasar la crisis,
tengo sed, así que me indica mi buen guía que hay bebederos públicos y pruebo
uno sin éxito, no tolero el sabor del agua y ese pecado me va a costar muchos
euros el resto del viaje. Después de comprar la botella de agua más cara en mi
vida, salimos rumbo al centro de la ciudad.
Para llegar al hotel
fue necesario tomar una parte de lo que parece ser el periférico de Paris. Como
toda ciudad importante, tiene sus zonas conurbadas de una belleza diferente a
sus barrios turísticos. En el autobús, la guía española nos pide ver por la
ventana y que admiremos la Torre, el mayor símbolo de esta ciudad. Al verla me
palpita el corazón, lo conseguí. Si bien fue necesario privarme de muchas cosas
mientras estudiaba y soñar como debió ser para mis amigos la experiencia de las
prácticas profesionales al extranjero a las cuales no asistí, ahora sé que
valió la pena la espera. Al llegar al hotel, viene el proceso de check in y un par de horas después ya ha
caído la noche y nos espera el primer tour por la Ciudad de las Luces.
Olvidé mencionar que
durante el camino de llegada observé por mi ventana la terminal del
ferrocarril, llena de contenedores y grúas. Sí, reconozco que no es el sitio
que todo turista quiera admirar, pero mi espíritu de licenciado en negocios
internacionales aflora y me hace disfrutar enormemente de este paisaje y además
mis manos no dejan de hacer “click” al obturador de la cámara y obtengo un
sinfín de imágenes de ese particular sitio.
Mientras nos
acercamos al corazón de la ciudad, observo en ambos lados de las ventanas del
autobús luces marrones, sé bien que así será pues es ley en ese lugar mantener
ese tenue color para guardar la uniformidad del sitio. El primer lugar en donde
nos permiten bajar del autobús es la Plaza de Trocadero, desde donde admiro la famosa
Torre Eiffel disfrazada de árbol de navidad, pues prenden y apagan miles de
focos en ella. Mi emoción me traiciona en ese instante y se asoma mi ojito Remí y quedo sin habla,
mientras veo a un montón de vendedores de llaveros con la figura de la famosa
torre.
Después de la vista
de Trocadero, continúa el paseo nocturno y llegamos a nuestra siguiente parada:
el Museo de Louvre, en él están algunas de las obras que sueño con ver en vivo:
La Encajera de Veermer, la Venus de Milo,
la Victoria de Samotracia y sobre todo es el lugar donde encontraré el
Código de Hammurabi, pieza de una belleza un tanto extraña, pues su encanto
está en saber que alberga las primeras leyes del mundo moderno, solo valorada
por un auditor, es una pequeña maravilla.
A la mañana
siguiente, después de sufrir en el desayuno al tener que compartir mesa con un
oriental, dadas sus horripilantes maneras de comer, masticando de forma insaciable
una manzana para después escupir todo el bagazo en su plato, logrando
provocarme unas terribles ganas de vomitar y consigue que desaparezca mi
apetito casi por completo; nos embarcamos en la aventura de recorrer Paris a
pie. Lo primero es llegar al metro, tenemos cerca la estación Gallieni, hay un
centro comercial y una estación de autobuses que atienden operadores negros a
quienes por más que intenta, Oscar no logra entenderles, así que me toca
desquitar mis cursos en el IFAL, y poner a prueba mis conocimientos. Confío en
que el acento francés de mis profesores ayude a lograr mi cometido y confirmo
entonces que valió la pena lo invertido; logro comunicarme sin problemas con
ellos, me indican como llegar al metro y averiguo todo lo necesario para acercarme
a los pies de la Eiffel, a la cual llegaremos unos minutos después.
Es inmensa, es
increíble saberme con la suerte de estar ahí, sólo puedo tomar mi cámara de
video y grabarme diciendo: ¡Ya llegué! No es un sueño, es una realidad, estoy
en Paris y en un momento más admiraré esta ciudad desde su más fiel estandarte.
Hasta ese momento vivo mi romance con la Ciudad Luz cuando de pronto me pasa la
factura que paga todo aquel que decide aventurarse a conocerla, horas de filas
de personas formadas para poder alcanzar un lugar en el ascensor que te lleva
hasta lo más alto del monumento. No importa, estoy aquí, mi esfuerzo es bien correspondido.
Después de mucho rato de esperar, subimos, para ese momento Oscar ha debido
soportar mis incontables quejas por el hambre que tengo, no soy bueno para
olvidarme de mi mal hábito de comer tres veces al día.
Al llegar a la cima,
me encuentro un sinfín de banderas en paneles que indican la distancia de ese
punto hasta tal o cual país. Y a lo lejos descubro la famosa iglesia en el
barrio de Montmatre, es imprescindible ir. Una de mis escenas favoritas de la
película “Amélie” se desarrolla en
este sitio. Quiero averiguar si en verdad existe el carrusel de ese filme. Bajo
de la torre teniendo la completa certeza de que Paris es una enorme maqueta.
Regresamos al metro hasta llegar cerca del famoso barrio. A decir verdad no me
interesa mucho la cuestión religiosa, es más mi emoción por subir las
escaleras, las mismas que recorrió Amelie. Al llegar, lo confirmo, el carrusel
existe, ¡ahí está! Para cuando termina mi visita, comienza la lluvia, es hora
de padecer el metro de París en hora pico, con parisinos mojados y con ese olor
característico que tienen, simplemente insufrible para mí.
Para la noche es
momento de conocer la famosa Campos Elíseos, hermosa calle llena de comercios y
restaurantes. Con esta caminata logro reconocer la magia de este lugar, gente
de todo tipo, de todos lados, es una convergencia de culturas, mujeres con
burkas caminando detrás de su esposos, judíos ortodoxos se revelan por su
particular manera de vestir, turistas delatados por sus cámaras, hordas de
orientales sonriendo, gente de países eslavos pidiendo limosna. En mi caminata
descubro una tiendita de frutas y es tanta mi hambre que me gasto ocho euros en
una manzana y un pequeño racimo de uvas. No me importa el costo, necesito
alimentarme e insisto, nunca seré bueno para olvidar la comida en un viaje. Después
de caminar hasta el final de esta increíble avenida, dejando atrás su glamour,
sólo encontramos un kiosco donde compramos la versión francesa de un hot dog,
una enorme salchicha en una dura baguette. No entiendo qué paso que acabé
cenando esto en la capital francesa, pero soy incapaz de pensar en regresar mis
pasos pues estoy molido y casi llorando me dispongo a cenar en una banca
cercana.
Mi único consuelo es
que aún me quedan días para regresar y corregir mi error culinario, pero como
dice el comercial, esa es otra historia.
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